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REPORTAJE /la narcoguerra /II

La sicosis ciudadana se intensifica al percibirse que no hay una estrategia

El terror marca la vida cotidiana en Reynosa; el narco decide todo
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La balacera del 17 de febrero pasado en Reynosa fue uno de los episodios más cruentos de la historia reciente de la ciudad fronteriza. En la imagen, curiosos ante una camioneta con restos de sangreFoto Ap
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Arribo policial al sitio donde sicarios y militares se enfrentaron a tiros, el 17 de febrero pasado en ReynosaFoto Ap
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El Ejército incautó a principios de noviembre pasado en Reynosa, Tamaulipas,este arsenal que perteneció al cártel del Golfo; incluía pistolas bañadas en oro y una bazukaFoto Víctor Camacho
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A mediados de febrero pasado, decenas de civiles bloquearon el puente internacional Hidalgo, en Reynosa, en protesta por presuntos abusos de militares durante los operativos contra el hampa, entre otros motivosFoto Ap
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Periódico La Jornada
, p. 8

Reynosa, Tamps. Todavía hay quienes se atreven a hablar aquí de la gente que se mueve. Así se les llama a los narcos, porque la gente ha eliminado de su vocabulario palabras como mafiosos, delincuentes o sicarios, pues su sola mención molesta a los señores que controlan la plaza.

La actividad del cártel del Golfo –única organización del crimen organizado que tiene su asiento en el estado y que en los últimos años se ha expandido hacia el sur del país– es avasalladora. En Reynosa, las calles están desiertas a partir de las 10 de la noche; ya no hay fiestas ni se puede cruzar caminando el centro de la ciudad. Es muy peligroso, te puede tocar una bala, dice Carmen casi en un susurro. Sabe por qué: hablar fuerte o de más puede acarrearle, sin exageración, una tabletiza, un levantón o, de plano, desaparecer.

Desde que la violencia se tornó incontrolable, los códigos de convivencia se han trastocado. El tejido social se ha diluido y la gente ya no confía en nadie. La inveterada franqueza de los norteños, esa broma espontánea de los tamaulipecos, su optimismo para encarar los tiempos de sequía o inundación, los calorones o las heladas, en fin, su temple para salir al paso de cualquier circunstancia adversa en esta agreste región, ya es historia.

Hay mucha incertidumbre. Miedo. A nuestros afiliados pedimos que se abstengan de asomarse cuando hay un fuego cruzado, que no les entre la curiosidad, que no se acerquen ni se mezclen con esas personas. Que dejen a las autoridades hacer su trabajo, apunta Gildardo López Aguilar, presidente de la Cámara Nacional de Comercio.

Como todos aquí, accedan o no a dar su nombre, él conoce de esa ya rutinaria, irrespirable violencia. A partir del enfrentamiento entre mafiosos y fuerzas federales –el 17 de febrero–, las ventas al menudeo cayeron 40 por ciento de un día para otro. La gente apenas se atreve a salir a la calle a comprar lo elemental. Y esto sin contar que en 2008 cerraron casi 700 establecimientos.

“A mis hijos ya los mandé a Estados Unidos. Se les ha coartado su libertad y los padres estamos paranoicos. Las fiestas se hacen sólo en las casas por temor a una balacera, a que los narcos cierren el antro o a que los militares lleguen a catear sin orden y con lujo de fuerza.

“No estamos contra los operativos, pero ahora las balaceras ocurren incluso afuera de las escuelas. Hay sicosis porque están los niños, porque nosotros estamos en medio y vemos que no hay una estrategia.

“Recordamos lo que pasó en Guardados de Abajo cuando hubo una época muy violenta. Allí detuvieron a culpables e inocentes. Cuatro años después del operativo donde cayó Gilberto Mena, El June, hoy tienes un pueblo con secuelas de la violencia y, por ejemplo, hay una persona que no puede pasar por donde ocurrió el enfrentamiento: simplemente no le responden las piernas. Se puede decir que antes de ese operativo había ahí estabilidad económica, pero hoy la gente se siente abandonada, ya no hay seguridad ni para ir al trabajo”, relata Juan Manuel Cantú, integrante del Centro de Estudios Fronterizos y de Promoción de Derechos Humanos.

El cártel del Golfo ha diversificado sus negocios. De acuerdo con algunos entrevistados, mientras algunos miembros de la banda se encargan del tráfico de estupefacientes, de armas y personas, hay cobradores de cuotas a los comerciantes ambulantes. Otros recaudan la renta de los boleros en las plazas públicas; unos más se encargan de los pequeños negocios y otra división se dedica a recabar el dinero de empresarios o políticos a cambio de protección y garantizar así que ninguno de sus hijos, parientes o él mismo, sea retenido o... ejecutado.

Es un secreto a voces; aquí todos lo sabemos, dice Mario, comerciante del centro de la ciudad. La violencia depende de quién esté a cargo de la plaza y abarca todos los pueblos lindantes con Estados Unidos. Desde Nuevo Laredo hasta Matamoros. Ellos deciden todo.

Desde hace año y medio la violencia en Reynosa se ha incrementado. Pobladores refieren que los patrones cambiaron al jefe de la plaza y así comenzó el cobro de piso; según el tamaño del negocio es el pago que exigen.

Con 3 mil 156 kilómetros cuadrados, Reynosa colinda con McAllen, Texas. Entre 2000 y 2005 la población pasó de 282 mil a 526 mil personas, y se calcula que en los últimos tres años otros 200 mil mexicanos y centroamericanos se han quedado aquí forzada o voluntariamente al fracasar su intento de llegar a Estados Unidos.

La economía local se basa en gran parte en el comercio y en los servicios personales y de mantenimiento, que ocupan casi 43 mil personas; la industria manufacturera emplea a 60 mil obreros y la siembra de sorgo y maíz, la crianza y venta de ganado bovino y la industria petrolera utilizan, en conjunto, la fuerza laboral de 7 mil personas.

Informes del gobierno federal indican que “78 por ciento de los comercios de este municipio lavan el dinero del crimen organizado por el tráfico de drogas, armas y personas, contrabando de mercancías, narcomenudeo, prostitución, pornografía, piratería, y desde hace poco más de un año, la extorsión y el secuestro”.

La sicosis por la violencia ha llegado al grado de que en esta región nadie toca el claxon para pedir a un conductor que acelere o se mueva del arroyo vehicular. Circula una leyenda que muchos cuentan y dicen saberla porque le ocurrió a un compadre, a un vecino o a un familiar:

“Un día, a una fila de vehículos le tocó el alto en un crucero. En una troca un hombre lanzó una apuesta: si el conductor que estaba atrás hacía sonar el claxon si no avanzaba con el semáforo en verde, lo mataría.”

Según esto, “el otro le apostó 500 pesos a que no le pitarían. En el coche de atrás, un joven –sin saber que en el vehículo de adelante se apostaba su vida– se agachó al piso del auto a buscar su teléfono celular. No se dio cuenta del cambio de la luz y, al incorporarse, un hombre le lanzó 500 pesos por la ventanilla diciéndole: ‘¡te salvaste!’”

Fortino López Balcázar, dirigente de una organización defensora de derechos humanos y de protección a los migrantes, es ejemplo de lo que vive la gente en Reynosa: salgo lo menos posible; sólo voy a los juzgados y vuelvo a casa. Con mi familia únicamente acudimos a la tienda a comprar lo necesario, no vamos al cine ni cosa por el estilo. En los días de colegio, una vez que mis hijas regresan, no vuelven a salir.

En noviembre pasado, el Ejército aseguró aquí más de 500 mil cartuchos, 428 armas, 287 granadas y mil cargadores. Ese mes, agentes federales capturaron a Jaime González Durán, El Hummer, de uno de los principales líderes de Los Zetas, una de las facciones en que se ha dividido el cártel del Golfo.

Del enfrentamiento ocurrido el mes pasado, la policía no divulgó los nombres de los muertos, aunque aquí todos saben que en la la refriega cayó Héctor El Karis Sauceda Gamboa, encargado de esta plaza y quien –aseguran– impuso el cobro de las cuotas por protección; tablizas y ejecuciones a los reporteros que se atrevieran a ubicar a los narcos en sus publicaciones.

Así está hoy Reynosa. Según informes del gobierno federal: en 51 por ciento de los hogares se guarda un arma; en 63 por ciento existe violencia intrafamiliar; 73 por ciento de los niños de quinto y sexto de primaria, así como 81 por ciento de los jóvenes, consideran que la distribución y venta de drogas no es un ilícito.

Éste es nuestro pan de cada día, lamenta el párroco Hilario del Pozo Noyola.