Del deshumor en la política Ricardo Guzmán Wolffer ¿Cuándo tu
conducta decidirá no tomar más
Conde de Lautréamont,
Nadie piensa que sean voluntariamente hilarantes. Los chistes intencionales de nuestras figuras públicas son nefastos: Madrazo, con el parche en el ojo; Fox, dejando el dedo medio del guante propagandístico para referirse a los priistas; Rodríguez Alcaine, pidiendo una hermana; y muchos más, que prefiero no recordar. Ni los más bienintencionados podrían afirmar que cuando La Maestra le dijo a su compañero de partido que escupiría en su tumba, estaba pensando en la obra literaria de Boris Vian; nadie le creyó al entonces diputado que la Roqueseñal no era sino una muestra de sus dotes de pitoniso. Por eso el teatro político es tan reducido: siempre estamos ante una peculiar "comedia del arte" que resulta fácilmente clasificable. Para entender por qué nos parecen tan jocosos los gobernantes (legisladores, jueces, secretarios, sindicalistas, policías, etcétera) es necesario diferenciar entre hacer un chiste o ser un chiste. Ya lo dijo Wenceslao Fernández Flores, notable humorista, al ingresar a la Real Academia de la Lengua Española: ...para todo este inmenso público, en el que entran doctos e ignaros, las fronteras del humor son elásticas y difusas.Por eso es necesario precisar esos conceptos. No es lo mismo quejarse del nepotismo que casarse con una integrante del equipo de trabajo o ponerle una Secretaría de Estado; no es lo mismo decirle a las señoras que no lean el periódico que decirle a Fidel "comes y te vas", o que la vocera presidencial hable de "concertacesiones". Se comentan las respuestas de los políticos como si fueran chistes comunes. El chiste es apenas "un más o menos feliz juego de palabras", dice Fernández Flores. El actual cuatrienio se ha caracterizado por este contraindicado don de la improvisación presidencial y gabinetil, donde los chistes involuntarios pululan para pena ajena. Cierto que esto es cosa añeja, pero varios sexenios atrás, cuando los políticos sabían de literatos y filósofos, cuando podían hablar en público sin errores de pronunciación, sintaxis o, de plano, idiomáticos, los chistes eran cosa distinta: convencían a los mortales de que, aunque malos gobernantes, eran personas ingeniosas. Y como por aquellas fechas todavía "funcionaban" las pirámides gremiales, el milagro mexicano parecía prolongarse, y Spota no había documentado aquello que todos sabían, pero no se atrevían a decir, pues la agudeza de políticos y panistas servía para eso: hacerlos simpáticos, y todos tan contentos. Ahora no es así: ni el priismo no desmantelado funciona, ni son simpáticos, ni se les ocurre hacer chistes, que a muchos apenas se les da la articulación verbal. Ni hablar de cuando pretenden conversar en público usando otro idioma. Aunque esa hilaridad causada a veces es justificable. Quisiera creer que los apodos de los políticos se los marcan ellos solos: López Hablador, Jolopo, El totalmente Palacio, La zeñoda, el Johnny Walker del 68 o el Tribilín, López Paseos, el Jefe ciego, el Súper Ratón, etcétera. Pero la verdad es que no sucede así. Si hasta se quejan de que pagan y aun así les pegan. Cierto que eso tiene unas cuantas excepciones: López Obrador, diciéndole a Fernández de Cevallos que se le conocía como "la ardilla" (algo que ya se cobraría años después con videos y cosas mejores); Labastida, recitando el rosario que le colgó Fox en la campaña: Lavestida, mariquita, y todos aquellos con los que él mismo se fustigó, para divertimento general (ahí perdió la presidencia: millones de mexicanos y yo esperábamos que le diera una golpiza, al menos conceptual tenía mejor asesoría marital, al botudo; pero ya ven que prefirió quejarse cual Magdalena); el Firuláis "revirando" a Pluto. En el fondo me gustaría que los políticos fueran irónicos, mordaces, sarcásticos; pero eso presupone cierta malicia inteligente. Y si tomamos en cuenta que la inteligencia de varios, probada para efectos ahumorísticos o antihumorísticos, no está precisamente entrenada en el campo de aquellos comportamientos humanos propios de la risa alegre (muchos emulamos a José Alfredo Jiménez cuando dizque se ríe de su desventura cotidiana), ya tendremos que las muestras de estulticia política es lo único cierto que obtendremos. Menos aún podríamos esperar tal sensibilidad, si se parte de la premisa de que el humor, incluso el más negro, es una muestra de madurez y sensatez: no es producto de mentes o edades precoces. En la literatura esto es más que evidente. Bernard Shaw inició con una seriedad que mucho le sirvió para dejarla después. En la política ya se ve una semejanza. Todos sabemos que el arte es imitado por la realidad. Los novelones que es capaz de inventar el Niño Verde; los poemas tristes de desamor y desencuentro en que llegan a convertirse las despedidas de perredistas salpicados; los papelazos dignos de cualquier epopeya shakespeareana (o chespiritiana, según el nivel del polaco en cuestión) que repiten, a veces mejorando sus desempeños histriónicos, los líderes sindicales oficiales; los cuentos que inventan los de Hacienda para hacernos creer que dos y dos son seis, y que nos devolverán la diferencia; en fin, toda esa producción que se asemeja más a la tragedia fársica o a la comedia negra de enredos y muertos que hablan, ciertamente dista mucho de ser humorística. Décadas y generaciones enteras de grillos, acostumbrados a sólo reírse del humor presidencial, han forjado políticos desvalidos en el campo del humor. Si acaso han quedado en la fase de la burla de baja monta, y ni hablar de la agresión, que pretende ser ingeniosa. Esa incapacidad de ser humorísticos o humoristas también deviene de la falta de temperamento. No sólo de experiencia se nutre el humor, sino también del temperamento propicio. Es necesaria una disposición personal, nata, natural, hacia el humor. Los políticos son más propensos al fatalismo, la aventura y ni se diga a la belicosidad (el recuerdo indeleble de Castillo Leperaza no se debe sólo a su obra literaria o de análisis político). La propensión mayor de nuestra clase política es al farolazo, cuidar la ¿imagen? de gente seria y muy sesuda. Antes eran otras las pretensiones: la genuflexión moderada pero inconfundible; el negocio franco y el abuso del fuero; la mirada seria y el brazo ágil; la espalda dura para el abrazo riguroso, de preferencia sonoro, siempre acompañado con la denominación de la relación en turno: hermano, compadre, señor gobernador, señor presidente. Impensable en otros tiempos que a medio informe presidencial un diputado se pusiera máscara de marrano, o que se colocara orejas con las papeletas; ni que chiflaran, menos que hicieran ruidos; olvídese de las pancartas. Y para todo eso se requería de una gravedad indispensable, que apretar la quijada de fijo termina por moldear el espíritu. Se comprende que ahora los júniors o políticos de segunda generación intenten (aunque nunca lo logren) ser ingeniosos: imposible "chamaquear" al público una vez más. Pero aun con esas aspiraciones, los políticos de antes no olvidaban un dato fundamental: el poder en sí siempre es solemne, y nada hay más contrario a la solemnidad que el humor. Por eso antes parecían tan amenazantes los izquierdosos, porque manejaba el humor sin desenfado, incluso como arma de batalla: el diputado marranito, el luchador Super Barrio, la legisladora torera y otros. Mientras la izquierda carecía del poder solemne era humanamente divertida; inteligente, incluso. Pero la dura cáscara del mando termina por parir hijos serios. Por eso tenemos el presidente que tenemos: los primeros meses (los primeros cuarenta y ocho para ser exactos) la crítica pública y el círculo rojo se lo han acabado ante su insistencia en ser simpático a rajatabla. Muchos motivos tendrán los militares para estar descontentos con la actual ¿administración federal? (y el resto de la población también, es verdad), pero un tema subyacente puede apostar que así es, en ese descontento castrense es el de ver cómo no respeta la investidura uno de los integrantes de la pareja presidencial. No sé qué calificativos le dio la primera plana militar al señor Presidente cuando éste se fue a dialogar con Ádal Ramones, pero me los imagino. Y esa seriedad es de fondo y de forma: cuando Colosio se arregló el cabello todos supimos que él era el bueno. ¿Entonces, si el poder como tal no puede sino ser antihumorísitico, por qué nos seguimos riendo de ellos? Se han olvidado de las implicaciones del puesto, eso es todo. Y hablamos de partidos con militantes comprobados, no de aquellos donde sólo se requiere ser joven y apuesto para obtener curul, o de aquellos donde sólo hay que ser pariente del dueño del changarro para sacar hueso. El olvido es casi intencional. Si en la Edad Media el rey y su séquito solemne tenían como contrapartida al bufón o a Molière, ahora no hay carnaval que alcance para contrapuntear a los grillos y sus excesos. Por eso, en su inconsciente más profundo, los políticos se han decidido a adoptar el papel sincrético de tesis y antítesis: cobran con seriedad y actúan con hilaridad. Quisieran creer que su actuación es trascendente y decisiva para millones de mexicanos, pero piensan que una vez más se los llevaron al baile sus coordinadores parlamentarios o su secretario de Estado o su embajador, y terminan por decir cualquier cosa. La mayoría de los dinosaurios blanquiazules o de los tucanes aztecas dicen todo lo que piensan, aunque no piensen todo lo que dicen. De ahí viene la síntesis dialéctica: se vuelven la contrapartida misma del poder al dejar de ser solemnes (y políticos verdaderos, es verdad) y regodearse en su humor involuntario. Por eso las denominaciones que aceptan plenamente los insignes burócratas: el diputéibol, los hijos del Bronx, la güera, etcétera. Pero hay un último ingrediente en tales obras fársicas que bien habría podido escribir Hugo Argüelles: ese dislate público resulta tan divertido, que termina por ser espectáculo. En algunas zonas suburbanas han cambiado las telenovelas por el noticiero nocturno para saber cómo van sus actores preferidos en esa trama marxista (de Groucho, se comprende). En su momento los debates políticos superaban en audiencia a cualquier deporte: ver en directo cómo vapuleaban al último presidente priista tenía su encanto; ver cómo se pitorreaban del primer priista derrotado era todavía mejor. Miles soñamos por ver un debate de a de veras entre López Obrador, la señora Martha y Castañeda, pero que en verdad se tiren a matar: terminarían por opacar a Cantinflas y a Groucho. Conceptualmente antihumorística, aun
a su pesar la política nacional ha girado a la propia parodia, cual
caníbal que en la oscuridad se devora pensando en que nada sucede
porque nadie lo ve. Pero sí los vemos, mucho, y nos reímos,
más. Como si eso nos consolara.
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